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A pesar de los relatos de Ian Fleming, de Alistair MacLean y de Tom Clancy, la actividad de la mayoría de los espías es mucho menos glamurosa –de hecho, es de lo más lúgubre– o gratificante de lo que la mayoría piensa. Aunque el espionaje se ha empleado en numerosos momentos y lugares de la historia con mayor o menor éxito, lleva siendo una política de estado útil únicamente desde que Francis Walsingham, en la Inglaterra isabelina, desarrolló la mayor parte de los métodos de ocultación y de desenmascaramiento de secretos de estado (como la criptografía, la falsificación, la seducción, el chantaje, el asesinato, etc.). Además, es muy poco frecuente que los espías lo sean por motivos nobles: la mayoría están bien pagados o alguien los está extorsionando para forzarlos a hacer un trabajo tan peligroso. Aunque ha habido algunos periodos destacados en los que el espionaje era algo desmedido, ninguno alcanzó las cotas de la Guerra Fría en cuanto a métodos y actividades por todo el mundo. Sin embargo, el negocio del espionaje perdió su romanticismo con la llegada de la electrónica y de la obtención de información vía satélite en la década de 1990. James Bond estaría sumamente decepcionado.